Leyendo: El imperio del sol. JG Ballard. 1984.
Viendo: Sangre en los labios. Rose Glass. 2024.
He pasado la noche de San Juan en el Berghain ese. Un básico del turismo occidental, como ir a un estrella Michelin pero en versión discoteca. La verdad es que el sitio está montado por todo lo alto y ellos han sido muy listos con ese rito de paso que se han sacado de la manga que es la clave de la popularidad del lugar y que divide al mundo en tres: los que han entrado a Berghain, los que no han pasado la criba y los que no lo han intentado siquiera. Después de aguantar toda la cola, cuando te llega el turno, el señor de la puerta te mira de arriba a abajo, se toma un segundo y decide si entras o no. Solo tuve que hacer cinco minutos de cola y el señor dijo, ¿qué sois, tres?, e hizo un gesto así para que entrásemos. Íbamos echas unos adefesios, que parecía que veníamos de una excursión por Navacerrada, pero ese señor y su temido criterio dijeron sí. El Demonio tiene cara de conejo.
Supongo que es el mismo mecanismo de las colas en la tienda Apple para hacerte la primera con uno de sus chismes, lo que no quita para que sea una discoteca de ensueño, una vez que apartas la parafernalia. En cuanto a gente hay de todo. Hay bladerunners, madmaxes y juegodetronas. O sea: futuro refulgente, futuro oxidado y refrito de pasados. También hay gente de paisano y gente desnuda y cada una hace lo que se le pone en el coño sin molestar a nadie, que es de lo que trata la civilización. Luego aquí intentamos reproducirlo con desiguales resultados. No debiera mencionar esa fiesta que hacen los domingos por la noche en el Strong, que tuvieron la desfachatez de no dejarme entrar una vez. Alegaron que se trata de una fiesta fetish y que no íbamos fetish. Vamos a ver, hija de mi vida, esto no es fetish, es fetosh, le dije. Se lo dije solo en mi imaginación en verdad. Sonido de mierda, una música de mierda, una gente que es un cuadro, disfrazada, unos precios absurdos, y se permiten el lujo de decirle a cuatro invertidos que no pueden entrar y ponen los cartelitos de que esto es un espacio seguro y que es obligatorio respetar a todo el mundo. En fin, el mismo problema de siempre. Los bajísimos listones que aplicamos a la hora de escoger nuestros consumos culturales.
A veces me viene a la mente la idea de que un consumo cultural irresponsable es tan pernicioso como subrogar bebés en Amazon y poner la X en la casilla de la Iglesia Católica —por ejemplo para dar explicación a la calamidad de los ritmos latinos, la verdadera venganza de Moctezuma—, pero es mejor no seguir por ahí, porque ya entramos en el debate de que si la alta y la baja cultura y toda esa mandanga y porque ya hemos manoseado bastante el truco del revisionismo moral y el regañarle a la gente y no parece que esas huestes necesiten de más efectivos. Pero es complicado mantenerse firme, porque yo soy muy juzgona, aunque todas las noches al irme a dormir recito en voz alta esta oración diez veces: mañana no vas a llevarle la contraria a nadie. No sé qué clase de demonio nos lleva a opinar, explicar y llevar la contraria, con lo cómodo que es oír, ver y callar. Es todo culpa del trastorno por déficit de atención y porque nuestros padres no nos hacían caso o bien porque nos hicieron demasiado caso.
Estuve también en un karaoke al estilo japonés, con cabinas, concretamente en su día de uso libre de cabinas, y me divertí muchísimo, no solo cantando, sino observando los códigos sociales de los habitantes de este mundo. Cuando me vieron hacerle un pulgar para abajo a mi amiga se escandalizaron las pobres, pero rápidamente el código ético karaokiano de todo está bien NO JUZGAR tomó las riendas de la situación y borró las expresiones de horror que se habían empezado a dibujar en sus rostros. Luego mi amiga dijo que lo había hecho mejor que yo y alguien le explicó que en el karaoke no se compite, sino que todo suma. Es un juego colaborativo contra el tablero. Pues, encima, resulta que hay días nudistas en el karaoke.
¿Qué tiene esa ciudad que permite la aparición de todos estos fenómenos del ocio y el urbanismo ultracivilizados? ¿Qué tiene Madrid, en cambio, para ser todo el tiempo como la isla de Pinocho?
Si dejamos de lado los estragos del turismo y el negocio, Berlín parece a veces una TAZ. Lo cual significa que ya debe quedarle poco para que todo se transforme, obviamente en algo peor. Una TAZ es una zona temporalmente autónoma. Término acuñado por Hakim Bey en ese bellísimo manifiesto revolucionario que en realidad es literatura. Dice Bay que el Sistema es invulnerable y que engulle toda disidencia rápidamente, por lo que la única manera de influenciarlo es formar rápidamente una utopía o equipo, la TAZ, golpear y disolverse. Si no te disuelves acabas trabajando para el Sistema. Yo acuño aquí ahora mismo en toa tu cara el término PPI o Isla de Pinocho Permanente, que es este lugar grotesco en el que la gente se caga en su propia cama y tira la basura por la ventana solo porque les han explicado que no es buena idea hacerlo, solo por mantener su delusión.
Toda esta terminología de la revolución ordenada o desordenada parece ya un vestigio de otros tiempos que no tiene ninguna posibilidad, ya no de éxito, sino de llegar siquiera a articularse. Echarse el pueblo a las calles y esas cosas que funcionaban en el siglo XX y que ya no pueden ser. Cuando aparecieron estas recientes tecnologías que tanto han cambiado nuestras vidas, creímos ingenuos que por fin existía ese territorio imposible de controlar donde seríamos libres a salvo de los perversos tejemanejes del poder. Este hastío que vivimos ahora está muy relacionado con la veloz construcción y demolición de una ilusión, con asimilar el sabor de boca que dejan los fenómenos en cada una de sus fases e intuir con toda seguridad que no se puede hacer nada contra el dichoso poder o Sistema o esas leyes prácticamente físicas que rigen los misterios del equilibrio de todas las cosas. El ciclo sin fin de un sistema que rompe a hervir en forma de guerra, lo que permite volver a empezar de cero.
Fiestas fetosh y otros simulacros aparte, existen algunas TAZs en el mundo de la discoteca o el club urbano. El cóctel de viagra, PrEP y fármacos recreativos ha ayudado a empollar estos espacios, habitualmente maricas, en los que tú estás ahí en la pista de baile y te han apañado un espacio para que la gente se aparte a follar alegremente si lo considera adecuado. Una recuperación del ingrediente sexual de la ceremonia de toda la vida con la que tal vez perdemos contacto con facilidad. Vamos, que los tugurios con sitio para follar son también el colmo de la civilización, aunque la teoría a veces quede emborronada por la práctica de las venéreas y la ebriedad. La gente, del Génesis al Apocalipsis, lo que quiere es comer, dormir, follar y festejar, pero en esta vida todo se vuelve logística, todo es trabajo y complicaciones. ¿Hay algo más ideal que ligar on the dance floor, retirarse a un apartadito, follar y volverse a bailar con una Coca Cola fresquita?
Pensando en estas excepciones siempre me acuerdo de La caída de los dioses y de aquellos nazis durmiendo la mona en ligueros después de la orgía y de ahí a los textos berlineses de Isherwood, que salían los maricones del cabaret y se cruzaban con los nazis recién peinados dispuestos para hacer el Mal y digo, ¿no estaremos igual que el siglo pasado y nos pegarán un zapatazo de un momento a otro? Veremos.
También me acuerdo del estallido del sida y cómo acabó con anteriores intentos de la misma TAZ y pienso que el bombo está ya echando humo y que está a punto de salir el sida 2. Parece que estoy deseandito que todo salte por los aires. Me viene de cuando niño, que odiaba el pueblo con una intensidad con la que nunca he vuelto a sentir nada y fantaseaba con que encontraban un importantísimo yacimiento arqueológico y embargaban el pueblo entero y nos echaban de allí para siempre y yo me sentaba con una bolsa de pipas a ver a mi padre sufrir. Se ve que tanta intensidad me dejó huella y tengo este vicio automático de imaginar qué puede pasar para que todo se vaya a la mierda. En mi propósito de alejarme de mí mismo debo prestar atención al curioso fenómeno del amor por la tierra, de besar el suelo, de sentirse en casa, de echar raíces y emocionarse con las fiestas de tu pueblo.
He estado también en Cartagena, donde un cicerone nativo me instruyó acerca del patrimonio local y su idiosincrasia, basada en la importancia industrial, militar e institucional de la ciudad en el pasado, herida de muerte por el felipismo, que sacrificó la industria que daba empleo al 80% de la población para honrar a la diosa Europa, condenando así al lugar a un baile eterno y absurdo de coqueteo con el fascismo. Como si el PSOE hubiese sido un enemigo del franquismo, en lugar de su heredero natural en el papel de poli bueno. Recordemos el testimonio de aquel tipo en El año del descubrimiento, el que soñaba recurrentemente que se veía envuelto en una pelea pero no podía golpear porque tenía los brazos flojos, como sin huesos. El mismo tipo que decía no entender el descontento de sus paisanos, porque tenía su trabajito asalariado en los restos de la industria local que le permitía pagar el alquiler, la pensión de su hija y su cochecito, y que qué más hostias quería la gente; un retrato escalofriante de la renuncia, del esclavo que parece tener su condición ya grabada genéticamente y de cómo uno se ve atrapado en los remolinos del lugar en el que crece. Mi cicerone practicaba con pleno convencimiento el deporte local de proyectar sobre el concepto Murcia todas las deudas que el mundo tiene con Cartagena.
Todo esto sucedía en aparente convivencia de banderas arcoíris —las clásicas, no la moderna a la que le van sumando parcelas— y banderas de España , bajo un escenario erigido en el puerto de Cartagena en el que se sucedían discursos y actuaciones con inevitable aroma a coreografía desganada, así como pelearte con los brazos muertos como sin huesos. Una clase mariconizada de aeróbic de un gimnasio patrocinador, una travesti local cantando una canción dedicada al gazpacho —sin humor ni metáfora de ninguna clase, una canción al gazpacho— y un DJ de la zona que pone éxitos pop y que decidió empezar con Mujer contra mujer. La vida a veces parece producto de la IA.
Quién pudiera resucitar a Berlanga y Azcona para que hicieran una de sus películas corales en el orgullo de Cartagena, el de Madrid o el de cualquier sitio. Pero, una vez más, la realidad nunca nos da esa clase de satisfacciones. Un orgullo patrocinado por ollas Cocinex, con su subasta de pobres y artistas de Madrid, con su desfile y su motocarro y su letra a punto de vencer, sus personalidades locales y su José Luis López Vázquez. Como dice el himno de la Comunidad de Madrid, mire el sujeto las vueltas que da el mundo para estarse quieto.
Chica, te hago con el pulgar para arriba. Si tuviera que identificarme con algo de este texto sería con el gazpacho sin metáfora y sin humor. Ojalá me toque el sida 2 y me pasen cosas.